Librodot Una partida de ajedrez Stefan Zweig
STEFAN ZWEIG
UNA PARTIDA DE AJEDREZ
A bordo del trasatlántico que a medianoche debía zarpar rumbo a Buenos Aires reinaban la habitual acucia y el ir y venir apresurado de la última hora. Se confundían y se abrían paso a codazos los allegados que acompañaban a los viajeros; los mensajeros de telégrafos, con las gorras terciadas, recorrían los salones como flechas, gritando tal o cual nombre; se arrastraban baúles y se traían flores; por las escaleras subían y bajaban niños movidos por la curiosidad, en tanto que la orquesta tocaba briosamente la música de acompañamiento de la deck show. Un poco apartado de ese tumulto, estaba yo conversando con un conocido sobre el puente de paseo, cuando a nuestro lado estallaron dos o tres agudos fogonazos de magnesio; algún personaje destacado había sido entrevistado y fotografiado, al parecer, instantes antes de la partida. Mi acompañante miró hacia aquel lado y sonrió:
-Llevan ustedes un tipo raro a bordo, a ese Czentovic.
Debo haber revelado con un gesto harta ignorancia ante esa noticia, pues mi interlocutor agregó en seguida a guisa de explicación:
-Mirko Czentovic es el campeón mundial de ajedrez. Acaba de recorrer Estados Unidos, de este a oeste, interviniendo en torneos, y ahora se dirige a la Argentina, en procura de nuevos triunfos.
Entonces recordé efectivamente el nombre del joven campeón mundial y aun algunos pormenores de su carrera meteórica; mi compañero, un lector de periódicos más asiduo que yo, estaba en condiciones de completarlos con toda una serie de anécdotas.
Aproximadamente un año atrás, Czentovic se había colocado de repente a la altura de los más expertos maestros consagrados del arte del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker, Bogoljubow; desde la presentación, en el torneo de Nueva York de 1922 del niño prodigio de siete años llamado Reshewski, nunca la entrada brusca de un jugador absolutamente desconocido en el glorioso gremio había despertado una sensación tan unánime. Porque las dotes intelectuales de Czentovic no parecían augurarle una carrera tan brillante. No tardó en revelarse el secreto y difundirse la noticia de que el flamante maestro del ajedrez era incapaz, en su vida privada, de escribir una frase sin faltas de ortografía, en el idioma en que fuese, y, según el decir burlón y rencoroso de uno de sus colegas, «su ignorancia era en todas las materias igualmente universal». Era hijo de un paupérrimo remero del Danubio del mediodía eslavo, cuya barca fue echada a pique una noche por una lancha a vapor cargada de cereales. El entonces niño de doce años fue recogido a la muerte de su padre en un acto de piedad por el párroco del apartado lugar, y el buen sacerdote se esforzó honradamente para compensar a fuerza de paciencia lo que el niño, avaro de palabras, apático y de ancha frente, no era capaz de aprender en la escuela de la aldea.
Pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Mirko siempre miraba de hito en hito los signos de la escritura que se le habían explicado cien veces ya; su cerebro trabajaba pesadamente y carecía de fuerza retentiva aun para los objetos más simples de la enseñanza. A la edad de catorce años tenía que recurrir todavía a la ayuda de los dedos para hacer algún cálculo, y la lectura de un libro o del diario significaba aún para el mozo mayorcito un esfuerzo fuera de lo común. Pero a pesar de todo, no podía tildarse a Mirko de reacio o recalcitrante. Hacía de buen grado cuanto se le encomendaba, iba a buscar agua, echaba leña, ayudaba en las faenas del campo, ponía en orden la cocina y cumplía puntualmente, aunque con una lentitud desesperante, todo servicio que se le pedía. El rasgo del terco muchacho que más exasperaba al cura era su indiferencia absoluta y total. No hacía nada que no se le ordenase expresamente, jamás formuló una pregunta, no jugaba con otros niños ni buscaba espontáneamente un entretenimiento. En cuanto Mirko había terminado con los quehaceres de la casa, se quedaba sentado, impasible, con la mirada vacía como la de los borregos en el campo de pastoreo, sin demostrar el más remoto interés en las cosas que ocurrían a su derredor. Al anochecer, cuando el párroco, fumando su larga pipa de campesino, jugaba sus tres habituales partidas de ajedrez contra el sargento de gendarmería, el rubio y apático mozo permanecía sentado junto a él, mudo, mirando bajo los pesados párpados el tablero a cuadros, al parecer soñoliento e indiferente.
Una tarde de invierno, mientras los contrincantes estaban absortos en su partida cotidiana, resonaba en la calle pueblerina, más cerca cada vez, el tintín de un trineo. Un campesino, con la gorra espolvoreada de nieve, entró a grandes trancos para decir que su madre estaba agonizando y rogar al cura se diera prisa para llegar aún a tiempo de impartirle la extremaunción. El sacerdote le siguió sin titubear. A modo de despedida, el sargento de gendarmería, que no había terminado todavía de beber su vaso de cerveza, encendió su pipa y se disponía a calzar de nuevo sus pesadas botas de montar, cuando observó la mirada del pequeño Mirko, fija e inconmovible sobre el tablero, donde habían quedado las piezas de la partida inconclusa.
-¡Ea!, ¿quieres terminarla? -bromeó, absolutamente convencido de que el amodorrado niño no sabría mover debidamente ni una sola pieza sobre el tablero. Pero el muchacho levantó tímido la cabeza, la inclinó luego y ocupó el asiento del cura. Al cabo de catorce jugadas, el sargento quedó vencido y hubo de reconocer, además, que su derrota no era debida a un movimiento descuidado o negligente. Una segunda partida terminó de idéntica manera.
-¡Burra de Balaam! -exclamó sorprendido el cura cuando a su regreso el sargento le refirió la novedad-. Hace cinco mil años explicó al sargento, menos versado en el texto bíblico- se había producido, un milagro similar, cuando un ser mudo halló de pronto el lenguaje de la sabiduría.
A pesar de la hora avanzada, el bueno del cura no pudo menos de retar a su casi analfabeto fámulo a un duelo. Y he aquí que Mirko le venció a él también con toda facilidad. Jugaba de un modo tenaz, lento, inconmovible, sin levantar una sola vez la ancha frente inclinada sobre el tablero. Pero jugaba con imperturbable seguridad; en los días siguientes, ni el gendarme ni el cura fueron capaces de ganarle una sola partida. El sacerdote, que estaba en mejores condiciones que cualquier otro para juzgar del retraso de su pupilo en todos los demás aspectos, quiso cerciorarse por último hasta qué punto ese singular talento exclusivo resistiría una prueba más rigurosa. Mandó a Mirko al peluquero del pueblo para que éste le cortase sus desgreñados cabellos de color pajizo, a fin de dejarle un tanto más presentable, y luego le llevó en su trineo a la pequeña villa vecina, donde en el café de la plaza mayor había un grupo de jugadores de ajedrez más empedernidos que él, y a los que, a pesar de varias tentativas, jamás había podido vencer. No fue menudo el asombro de la tertulia local, cuando a empellones, el cura hizo pasar a un niño como de quince años, rubio y de mejillas coloradas, enfundado en una piel de cordero vuelta al revés y que calzaba pesadas botas altas. El niño se quedó avergonzado y perplejo en un rincón, sin levantar la mirada hasta que se le llamó a una de las mesas de ajedrez. Mirko, que en casa del cura nunca había visto la llamada defensa siciliana, quedó derrotado en la primera partida. La segunda se la disputó el mejor jugador de aquel círculo, y empataron. De entonces en adelante, Mirko ganó todas las partidas, una tras otra.
Ahora bien, en una pequeña ciudad de provincia yugoslava rarísimas veces ocurren sucesos emocionantes, por cuya causa aquella primera aparición de ese campeón labriego se convirtió para los notables reunidos en un suceso cabal. Se decidió por unanimidad que el niño prodigio quedase, a todo trance, en la ciudad, por lo menos hasta el día siguiente, a fin de que se pudiera congregar a los demás integrantes del círculo de ajedrez, y, sobre todo, informar en su castillo al anciano conde Simiczic, un ajedrecista fanático. El cura, que miraba a su pupilo con un orgullo muy flamante, no quiso, sin embargo, descuidar su obligado oficio dominical, a pesar de la alegría de descubridor que le embargaba, y se declaró dispuesto a dejar a Mirko para que fuese sometido a una nueva prueba. El joven Czentovic fue alojado por cuenta del círculo de ajedrez en el hotel de la villa, donde aquella noche vio por primera vez en su vida un cuarto de baño. A la tarde del domingo siguiente, el salón del café estaba repleto de gente. Mirko, sentado durante cuatro horas, inmóvil, frente al tablero de ajedrez, venció uno tras otro a los jugadores, sin decir una sola palabra y sin levantar siquiera una vez la cabeza. Por último, alguien propuso que se jugasen unas partidas simultáneas. Se necesitaba un largo rato para hacer comprender al ignorante que en una sesión de simultáneas él solo debía jugar a un mismo tiempo contra varios adversarios. Pero en cuanto Mirko se dio cuenta de lo que se trataba, se adaptó inmediatamente a la tarea, y pasando lentamente con sus pesadas botas, de una mesa a la otra, terminó ganando siete de las ocho partidas.
Acto seguido se originaron grandes deliberaciones. Aun cuando, en un sentido más estricto, el nuevo campeón no era hijo de la ciudad, el orgullo local se había inflamado. Acaso la pequeña ciudad, de cuya existencia difícilmente se había tomado nota hasta ese entonces, estaba en vísperas de alcanzar el honor de que uno de sus hijos recorriese el mundo hecho un hombre famoso. Un agente apellidado Koller, el mismo que de ordinario se limitaba a contratar cancionistas para el cabaret de la guarnición local, se declaró dispuesto -con la sola condición de que se sufragasen los gastos de pensión por espacio de un año- a cuidar de que el mozo fuese perfeccionado profesionalmente en el arte del ajedrez por un excelente maestro de su conocimiento, radicado en Viena. El conde Simiczic, que en sesenta años de cotidianas partidas de ajedrez jamás se había enfrentado con un contrincante tan extraordinario, se comprometió en el acto a pagar la suma necesaria. Ese día se inició, pues, la asombrosa carrera del hijo del remero.
Al cabo de medio año, Mirko dominaba todos los secretos de la técnica ajedrecística, pero, a decir verdad, con una extraña particularidad, que más tarde fue objeto de atenta observación y numerosas bromas por parte de los entendidos en la materia. Ha de saberse que Czentovic nunca logró jugar una sola partida de memoria, o, por emplear el término técnico, a ciegas. Carecía en absoluto de la facultad de proyectar el tablero de ajedrez sobre el campo ilimitado de la fantasía. Necesitaba tener a la vista siempre el tablero, palpablemente, con sus sesenta y cuatro escaques blancos y negros y las treinta y dos piezas; aun en la época de su fama mundial llevaba constantemente consigo un pequeño tablero plegable, de bolsillo, para reproducir ante sus ojos las distintas posiciones, cuando se trataba de reconstruir para él una partida de campeón y de resolver algún problema. Ese defecto, insignificante de por sí, revelaba una ausencia de fuerza imaginativa que se discutía en los círculos respectivos con el mismo apasionamiento que los músicos revelarían, por supuesto, en el caso de un virtuoso o director de orquesta sobresaliente, que fuese incapaz de interpretar o dirigir una obra sin tener la partitura correspondiente a la vista. Mas aquella rara peculiaridad de Mirko no retardó en absoluto su estupenda carrera. A los diecisiete años ya había ganado una docena de premios de ajedrez; a los dieciocho, el campeonato húngaro, y a los veinte, por fin, el campeonato mundial. Los campeones más atrevidos, cada uno de los cuales le superaba infinitamente en dotes intelectuales, en fantasía y audacia, sucumbían a su lógica fría y tenaz, igual que Napoleón al pesado Kutuzow, o Aníbal a Fabio Cunctator, quien, al decir de Livio, también había demostrado en su juventud esos rasgos llamativos de pachorra e imbecilidad. Fue así como se introdujo en la ilustre galería de los campeones de ajedrez -que reúne en sus filas los más distintos tipos de superioridad intelectual: filósofos, matemáticos, naturalezas calculadoras, imaginativas y a menudo creadoras- el primer personaje absolutamente ajeno al mundo espiritual, un mozo aldeano, pesado, silencioso, a quien ni aun el periodista más avezado lograba arrancar una sola palabra que hubiera podido dar pábulo a la publicidad. Es verdad que los dichos agudos que la cortedad de espíritu de Czentovic escatimó, pronto quedaron sustituidos con creces por anécdotas relativas a su persona. Porque en el instante en que Mirko se levantaba de la mesa de ajedrez, donde era maestro sin igual, se transformaba irremisiblemente en una figura grotesca, poco menos que cómica; pese a su solemne traje negro, su pomposa corbata y el alfiler con una perla algo llamativa y sus uñas trabajosamente lustradas, seguía siendo por sus modales el mismo torpe campesino que en la aldea había fregado la habitación del cura. Su modo desmañado y casi desvergonzado de convertir su talento y su fama en dinero, satisfaciendo una codicia mezquina y hasta ordinaria a veces, ora divertía, ora indignaba a sus colegas. Viajaba de ciudad en ciudad, hospedándose siempre en los hoteles más económicos; jugaba en los clubes más míseros, con tal que se le pagasen sus honorarios; se dejaba retratar para servir de propaganda a una marca de jabón, y, sin importarle la burla de sus competidores, quienes sabían exactamente que no era capaz de escribir tres frases en forma correcta, incluso vendió su nombre para una «Filosofía del ajedrez» que en realidad había escrito un insignificante estudiante galitziano para un editor poco escrupuloso. Como todas las naturalezas tenaces, carecía en absoluto del sentido del ridículo; desde que había logrado el triunfo en el torneo mundial, se consideraba el personaje más importante de la tierra, y la noción de haber vencido con sus propias armas a todos aquellos que hablaban y escribían tan brillante y espiritualmente, así como, sobre todo, el hecho palpable de ganar más que ellos, transformó su primitiva inseguridad en una arrogancia fría y, por lo general, torpemente manifiesta.
-Pero, ¿cómo no había de engreír tan repentina gloria a una cabeza huera? -concluyó mi compañero, que acababa precisamente de relatarme algunas muestras palmarias de la infantil prepotencia de Czentovic-. El vértigo de la vanidad ¿cómo no iba a hacer presa en el campesino del Banato, quien con sus veintiún años, de pronto, moviendo los trebejos sobre un tablero de madera, ganaba más en una semana que, allá lejos, todo su pueblo en un año, derribando árboles y realizando las faenas más duras y pesadas? Y luego, ¿no es asombrosamente fácil considerarse un gran hombre, cuando uno vive libre de la más remota idea de que alguna vez hayan existido un Rembrandt, un Beethoven, un Dante, un Napoleón? En el cerebro tapiado de ese mozo cabe una sola cosa y es que desde hace meses no ha perdido ninguna partida de ajedrez, y puesto que no sospecha que aparte del ajedrez y del dinero existen otros valores en el mundo, le sobran razones para sentirse encantado de sí mismo.
Estas noticias de mi amigo no podían menos que despertar mi más viva curiosidad. Todas las especies de monomaniacos, enclaustrados en una sola idea, me han interesado desde un principio, pues cuanto más se limita un individuo, tanto más cerca se halla, por otra parte, del infinito; dado que esos seres aparentemente distantes del mundo, se construyen, cada cual en su materia y a la manera de los térmites, una extraña síntesis del mundo, absolutamente sin igual. No disimulé, pues, mi propósito de estudiar más de cerca, durante los doce días de viaje hasta Río, aquel espécimen singular de la unilateralidad.
Pero mi amigo me previno.
-Será usted poco afortunado en este caso. Que yo sepa, nadie ha logrado hasta ahora entresacarle a Czentovic un mínimo de material psicológico. Detrás de toda su abismal limitación de alcances, oculta ese campesino ducho la gran astucia de no ponerse nunca en evidencia, lo cual consigue mediante la sencilla técnica de evitar toda conversación que no sea con compatriotas de su ambiente, cuya compañía busca en fondines modestos. Cuando advierte una persona culta, se encierra en su concha de caracol. He aquí por qué nadie puede vanagloriarse de haberle oído decir una necedad o de haber medido la profundidad, que se dice ilimitada, de su ignorancia.
Mi compañero, en efecto, estaba en lo cierto. Durante los tres primeros días del viaje resultó absolutamente imposible acercarse a Czentovic sin recurrir a la indiscreción grosera que, al fin y al cabo, no es característica mía. Es verdad que a veces se paseaba por la cubierta, pero siempre lo hacía con las manos sobre la espalda; en la actitud orgullosamente ensimismada del Napoleón del famoso retrato; sus vueltas peripatéticas por la cubierta eran, además, tan rápidas e imprevistas, que para alcanzarle uno habría tenido que correr en pos de él. En cambio, nunca se dejó ver en los salones, el bar, la sala de fumar. Según supe por el camarero, a raíz de una conversación íntima, pasaba la mayor parte del día en su camarote, ensayando o reconstruyendo partidas de ajedrez sobre un tablero enorme.
Al cabo de tres días, empezó a fastidiarme realmente el hecho de que su técnica defensiva fuese más hábil que mi voluntad de acercarme a él. En mi vida había tenido oportunidad hasta entonces de trabar conocimiento personal con un campeón de ajedrez, y cuanto más me esforzaba en esa ocasión por concebir tal tipo de hombre, tanto más inconcebible se me antojaba una actividad mental que durante una vida entera gira exclusivamente en torno a un tablero de sesenta y cuatro casillas negras y blancas. Conocía, huelga decirlo, por experiencia propia, la atracción misteriosa del «juego de reyes», el único entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga sus laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu, más propiamente dicho, a una forma determinada de la habilidad intelectual. ¿Pero no se comete una falta de empequeñecimiento humillante con sólo tildar de juego al ajedrez? ¿No es también una ciencia, una técnica, un arte, algo que se cierne entre esas categorías, como el ataúd de Mahoma entre el cielo y la tierra, una trabazón única entre todos los contrastes: Antiquísimo y eternamente joven; mecánico en la disposición, y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía; limitado en el espacio, geométricamente fijo y a la vez ilimitado en sus combinaciones; desarrollándose de continuo y no obstante, estéril; un pensar que no conduce a nada; una matemática que nada soluciona; un arte sin obras; una arquitectura sin sustancia, y, no obstante, evidentemente más duradero en su existencia y ser que todos los libros y obras de arte; el único juego propio de todos los pueblos y tiempos y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y poner en tensión el alma? ¿Dónde empieza, dónde termina? Cualquier niño puede aprender sus primeras reglas, cualquier chapucero puede ensayarse en él, y, sin embargo, llega a producir, dentro de ese cuadrado de invariable estrechez, una especie peculiar de maestros que no tienen comparación con los de ninguna otra, hombres con un talento exclusivo para el ajedrez, genios específicos, en quienes la visión, la paciencia y la técnica obra en una conjunción de igual modo determinada que en los matemáticos, escritores y músicos, aunque, eso sí, con distinta función y armonía. En tiempos pasados, de pasión fisionómica, tal vez un Gall hubiera realizado la disección de los cerebros de tales campeones, para averiguar si en la masa gris de esos genios del ajedrez se halla más intensamente marcada que en otras cabezas una sinuosidad determinada, una especie de músculo del ajedrez, una protuberancia ajedrecística. Cuánto más hubiera entusiasmado a semejante frenólogo el caso de un Czentovic, en que ese genio específico aparece incrustado en una desidia intelectual absoluta, como una sola veta de oro en una tonelada de roca. Siempre he comprendido, en principio, que un juego tan impar y tan genial debía producir sus maestros específicos, pero cuán difícil y aun imposible resulta imaginarse la vida de un hombre intelectualmente activo, para quien el mundo se reduce de un modo exclusivo a la estrecha vía entre blanco y negro, que busca los triunfos de su existencia en un nuevo ir y venir, adelantar y retrotraer de treinta y dos figuras; la vida de un individuo para quien el abrir el juego con un caballo en vez de hacerlo con un peón ya significa una hazaña y un miserable rinconcito de inmortalidad en dos líneas de un tratado de ajedrez; de un hombre, un ente espiritual que, sin volverse demente, dedica en el transcurso de diez, de veinte, de treinta y aun de cuarenta años, una y otra vez, toda la elasticidad de su pensar al ridículo afán de perseguir un rey de madera sobre un tablero de madera.
Y entonces, por primera vez, uno de esos genios raros o uno de esos locos enigmáticos se hallaba muy cerca de mí, en el espacio, en el mismo barco, cinco camarotes por medio; y yo, desdichado de mí, en quien la curiosidad en materia espiritual siempre termina por tomar la forma de una especie de pasión, ¿no sería capaz de allegarme a él? Comencé a pensar en los ardides más absurdos: ora pensaba en despertar su vanidad, simulando una pretendida entrevista para un diario importante, ora quería hacerle caer en las redes de la codicia y proponerle un torneo lucrativo en Escocia. Pero finalmente recordé que la técnica más eficaz de los cazadores para atraer al gallo montés consiste en imitar su grito de celo, y, en efecto, ¿que otra cosa ofrecía mayores probabilidades de merecer la atención de un campeón de ajedrez que un par de personas entregadas a ese juego?
Ahora bien, en ningún momento de mi vida he sido un cabal artista del ajedrez, y ello por la simple razón de que jamás le atribuía importancia y sólo le dedicaba una que otra vez un corto tiempo para distraerme. Cuando me coloco por una hora frente al tablero, de ningún modo lo hago para esforzarme sino, al contrario, para descansar del esfuerzo intelectual. «Juego» al ajedrez en el sentido más acabado de la palabra, mientras los demás, los auténticos jugadores, «serian» al ajedrez, para introducir una nueva palabra atrevida en el idioma alemán que Hitler me ha vedado.
Pues bien, el ajedrez, lo mismo que el amor, requiere indefectiblemente un compañero, y en aquel instante aún no sabía si, además de nosotros, había aficionados a bordo. Para sacarlos con halagos de sus cuevas, armé una trampa primitiva en el salón de fumar, sentándome con mi esposa, a modo de reclamo, frente a un tablero, a pesar de que ella es menos experta aún que yo en ese juego. Y, en efecto, no habíamos realizado todavía seis jugadas, cuando ya alguien se detuvo al pasar y otro más pidió permiso para vernos jugar; por último apareció también el deseado compañero que me propuso una partida. Llamábase McConnor y era un ingeniero de minas escocés que, según me enteré, había ganado una gran fortuna perforando el suelo de California en busca de petróleo. Físicamente era un hombre fornido, con recias mandíbulas casi cuadradas y duras, dientes fuertes y una tez sanguínea, cuyo pronunciado tono rojizo se debía, seguramente, cuando menos en parte, a abundantes libaciones de whisky. Por desgracia manifestábase también, durante el juego, que los hombros excepcionalmente anchos correspondían a un ímpetu casi atlético que formaba parte del carácter del tal Mr. McConnor, un individuo de esa clase de triunfadores seguros de sí mismos, que consideran hasta la derrota en el juego más baladí como una afrenta a su propio concepto personal. Acostumbrado a imponerse sin contemplaciones en la vida, mimado por éxitos reales, ese macizo self made-man estaba inconmoviblemente persuadido de su superioridad, a tal punto que cualquier resistencia le excitaba como una sublevación inconveniente, casi como una ofensa. Cuando perdió la primera partida, volvióse gruñón y comenzó a declarar circunstanciada y dictatorialmente que ello sólo podía ser consecuencia de un descuido momentáneo. Al sufrir el tercer revés, culpó al ruido que llegaba desde el salón vecino, y no perdió una sola partida sin exigir inmediatamente el desquite. Al comienzo me divirtió ese encarnizamiento ambicioso, pero luego ya sólo lo acepté como inevitable fenómeno secundario, al que hube de conformarme en aras de mi verdadero propósito: el de atraer a nuestra mesa al campeón mundial.
Al tercer día lo logré, o, cuando menos, lo logré a medias. Ya sea que Czentovic nos había observado a través del ojo del buey, desde la cubierta de paseo, ya sea que honraba por mera casualidad al salón de fumar con su presencia, lo cierto es que en cuanto vio a unos legos entregados a su arte, se acercó instintivamente un paso y guardando la debida distancia echó una mirada escrutadora sobre nuestro tablero. En ese momento le tocaba a McConnor mover una pieza. Ese solo movimiento pareció suficiente para demostrar a Czentovic que nuestros esfuerzos de aficionados no eran dignos de la ulterior atención de un maestro. Con la misma naturalidad con que nosotros apartamos, en una librería, una mala novela policiaca que se nos ofrezca, sin siquiera empezar a hojearla, alejóse él de nuestra mesa y abandonó el salón de fumar.
«Nos probó y nos encontró demasiado insignificantes», pensé, un tanto disgustado por esa mirada fría, despectiva, y para abrir, como quien dice, una válvula de escape a mi mal humor, dije a McConnor:
-Su jugada no parece haber entusiasmado mayormente al maestro.
-¿A qué maestro?
Le expliqué que el caballero que acababa de pasar a nuestro lado y que había observado nuestro juego con mirada de desaprobación, era Czentovic, el campeón mundial de ajedrez. Agregué que ambos sobreviviríamos a su ilustre desprecio y nos conformaríamos sin sentirnos heridos en el alma, ya que, al fin y al cabo, «los pobres deben cocinar con agua». Pero ante mi sorpresa, esa comunicación hecha al desgaire produjo en McConnor un efecto absolutamente inesperado. Se excitó en seguida, se olvidó de nuestro juego, y su amor propio empezó, como quien dice, a latir de una manera audible. No había tenido la menor idea de que Czentovic se hallase a bordo, y en cuanto lo supo, afirmó que el campeón debía jugar con él, costase lo que costase. En su vida había jugado contra un campeón mundial, exceptuando un caso en que junto con otros cuarenta contrincantes intervino en una sesión de partidas simultáneas. Ya eso había sido, según él, terriblemente excitante y poco faltó en aquella oportunidad para que ganara. Me preguntó si conocía personalmente al campeón. Y como le contestara negativamente, me rogó que lo abordase e invitase a nuestra mesa. Me negué, aduciendo que, según tenía entendido, Czentovic no era accesible a nuevas relaciones. Además, ¿qué atractivo podía tener para un campeón mundial el enfrentarse con jugadores de tercer orden como lo éramos nosotros?
Mejor no hubiera empleado esa expresión de jugadores de tercer orden al dirigirme a un hombre tan soberbio como McConnor. Se recostó disgustado y declaró con brusquedad que, por su parte no podía creer que Czentovic rechazaría la cortés invitación de un caballero. Él ya se cuidaría de eso. Respondiendo a su pedido, le esbocé una descripción de la persona del campeón mundial, y al momento se lanzó, abandonando indiferente nuestro tablero y con incontenible impaciencia, en pos de Czentovic, buscándolo por la cubierta de paseo. Noté de nuevo que era imposible detener al dueño de aquellos hombros tan anchos, en cuanto y tan pronto había orientado su voluntad hacia un objetivo determinado.
Esperé, bastante intrigado. Al cabo de unos diez minutos, McConnor volvió, de no muy buen talante, al parecer.
-¿Y? -pregunté.
-Tenía usted razón -contestó un si es no es indignado-. No es lo que se llama un hombre agradable. Me presenté. Le expliqué quién soy. Ni siquiera me tendió la mano. Traté de explicarle cuán orgullosos y honrados nos sentiríamos todos sus compañeros de viaje si jugara unas partidas simultáneas con nosotros. Pero no se inmutó. Sólo dijo que lo sentía, pero que estaba comprometido por un contrato con su agente, y que ese contrato le vedaba expresamente jugar durante toda su gira sin cobrar honorarios. Que su tarifa mínima eran 250 dólares por partida.
Me eché a reír:
-Nunca se me hubiera ocurrido pensar que la tarea de mover unas piezas de ciertos escaques negros a otros blancos pudiera llegar a constituir un negocio tan lucrativo. Espero que usted se habrá despedido con la misma cortesía con que se presentó.
Pero McConnor permaneció inmutablemente serio.
-Concertamos un encuentro para mañana, a las tres de la tarde. Aquí, en el salón de fumar. Espero que no nos dejaremos derrotar tan fácilmente.
-¿Cómo? ¿Usted le concedió los 250 dólares? -exclamé grandemente sorprendido.
-¿Por qué no? C'est son métier. Si sufriera dolor de muelas y hubiese casualmente un dentista entre los pasajeros, tampoco pretendería que me arrancase la muela a título gratuito. Al hombre le asiste toda la razón del mundo cuando fija esos precios; en todos los oficios, los más entendidos son a la vez los mejores comerciantes. En cuanto a mí se refiere, cuanto más caro un negocio, tanto mejor. Prefiero pagar lo que sea antes de admitir que un señor Czentovic me conceda una merced y yo termine por tener que darle las gracias. Mirándolo bien, ¿cuántas veces he perdido más de 250 dólares en una tarde en nuestro club?, y eso sin jugar contra un campeón mundial. Para jugadores de «tercer orden» no es vergonzoso quedar vencidos por un Czentovic.
Observé con cierto placer cuán profundamente mi inocente calificación de «jugadores de tercer orden» había herido el amor propio de McConnor. Pero, puesto que estaba en su ánimo el pagar tan caro su gusto, nada podía objetar contra su orgullo descarriado, que en última instancia había de facilitarme el conocimiento del objeto de mi curiosidad. Informamos rápidamente sobre el inminente suceso a los cuatro o cinco caballeros que hasta entonces habían hecho profesión de fe de su afición al ajedrez, y a fin de evitar en lo posible que nos molestasen los demás pasajeros con su ir y venir, mandamos reservar de antemano, no sólo nuestra mesa, sino también las mesas vecinas.
Al día siguiente nuestro grupito se reunió puntualmente a la hora convenida. El asiento del medio, frente al del maestro, quedaba, desde luego, destinado a McConnor, quien, para aliviar su nerviosidad, encendía pesados cigarros, uno tras otro, y miraba a cada rato, inquieto, el reloj. Pero el campeón mundial -según yo barruntaba después de las referencias que me había dado mi amigo- nos hizo esperar diez minutos largos, lo que, por supuesto, dio mayor aplomo a su aparición. Se acercó, tranquilo y grave, a la mesa. Sin presentarse -«vosotros sabéis quién soy, y a mí no me interesa saber quiénes sois», parecía significar esa grosería- inició con sequedad de profesional las disposiciones del caso. En vista de que por falta de suficientes tableros era imposible llevar a cabo una sesión de simultáneas, propuso que todos juntos jugásemos contra él. Después de cada movimiento, se retiraría a otra mesa en el extremo del salón para no molestar nuestras deliberaciones. Una vez realizadas nuestras jugadas de réplica, golpearíamos con una cuchara contra una copa, ya que, lamentablemente, no había una campanilla de mesa a mano. Además propuso que se fijara un límite máximo de diez minutos para cada jugada, siempre que nosotros no prefiriéramos otras disposiciones. Huelga decir que aceptamos, hechos unos estudiantillos cohibidos, todo cuanto nos proponía. En el sorteo de los colores, le tocaron a Czentovic las piezas negras; hizo, de pie todavía, su primer movimiento respondiendo a nuestra apertura y se dirigió inmediatamente al lugar de espera que él mismo había designado y donde, negligentemente recostado, hojeó una revista ilustrada.
Los pormenores del partido ofrecieron poco interés. Terminó, naturalmente, como tenía que terminar, es decir, con nuestra derrota absoluta, la cual se produjo ya después del vigésimo cuarto movimiento. El hecho de que un campeón mundial derrotase con toda facilidad a media docena de jugadores mediocres y aun menos que mediocres, era de por sí poco sorprendente; lo único que en realidad nos molestaba a todos era el modo prepotente y demasiado manifiesto con que Czentovic nos hacía sentir la facilidad con que nos había ganado. Cada vez que llegaba su turno, echaba sólo una mirada aparentemente fugaz sobre el tablero, midiéndonos con otra displicente, como si a nuestra vez tampoco hubiéramos sido más que inertes figuras de madera. Ese gesto impertinente hacía pensar, sin querer, en el modo con que se tira un hueso a un perro sarnoso, apartando la vista. A mi ver, hubiera podido llamar nuestra atención, con un mínimo de tacto, sobre algún error y anímarnos con una palabra gentil. Pero ese inhumano autómata ajedrecista no pronunció tampoco una sola sílaba una vez terminada la partida, sino que esperó, inmóvil, frente a la mesa, luego de darnos el «mate», por si deseábamos jugar una segunda partida con él. Indefenso, como siempre se queda uno ante la grosería insensible, por mi parte ya me había levantado para demostrar con ese movimiento que, concluido ése que se reducía a un negocio valorado en dólares, daba por terminado también el placer de nuestra relación, cuando, con gran disgusto mío, McConnor dijo con voz completamente ronca:
-Desquite!
Su tono provocativo me sobresaltó o poco menos. En ese momento McConnor daba más la impresión de un boxeador a punto de descargar una lluvia de golpes que de un caballero atento. Ya sea a causa del tratamiento desagradable que nos había dado Czentovic, o de su amor propio, patológicamente exitable, lo cierto es que los modales de McConnor habían cambiado totalmente. Su rostro se había vuelto encarnado, las ventanas de su nariz se dilataban bajo una fuerza interior, transpiró visiblemente y de sus labios apretados partió una marcada arruga hasta la barbilla que adelantaba con gesto belicoso. Descubrí con desasosiego, en sus ojos, la vibración de la pasión indómita que, por lo común, sólo ataca a la gente frente a la mesa de ruleta cuando a la sexta o séptima jugada, para las cuales cada vez se ha doblado la apuesta, no aparece el color esperado. En ese instante comprendí que ese fanático jugaría contra Czentovic, aunque le costara toda su fortuna, que jugaría y volvería a jugar simple y a doble hasta ganar siquiera una sola partida. A condición de que no se cansase, Czentovic había encontrado en McConnor una mina de oro de la que, hasta la llegada a Buenos Aires, podía extraer unos cuantos miles de dólares.
Czentovic no se inmutó.
-Acepto -contestó cortésmente-. Los señores jugarán ahora con las piezas negras.
Las alternativas del segundo encuentro no fueron mayormente distintas, salvo que unos cuantos curiosos no sólo ampliaron nuestro círculo, sino que además le prestaban mayor animación. McConnor miraba el tablero con tal fijeza que daba la impresión de querer magnetizar las piezas, de impregnarlas de su voluntad a fin de que ganasen. Era evidente que hubiese sacrificado con gusto hasta mil dólares por el placer de gritar «mate» al impasible adversario. Algo de su excitación encarnizada nos contagió de extraño modo y contra nuestra voluntad. Se discutían los distintos movimientos con mucha más pasión que antes; a último momento siempre el uno retenía al otro, antes de ponernos de acuerdo en dar la señal convenida para que Czentovic volviese a la mesa. Llegábamos poco a poco a la decimoséptima jugada cuando, ante nuestra propia sorpresa, se produjo una situación que parecía asombrosamente favorable, ya que habíamos conseguido llevar al peón de la línea c al penúltimo escaque, c2; sólo nos hacía falta adelantarla a c1 para coronarlo. Sin embargo, esa ventaja demasiado evidente no nos dejó muy ufanos, y barruntábamos que aun cuando la habíamos logrado aparentemente, acaso constituía una trampa que, con toda intención, nos había preparado Czentovic quien, de más está decirlo, abarcaba la situación con mucha mayor exactitud. Pero, a pesar de las afanosas búsquedas y discusiones, no logramos descubrir la supuesta maniobra secreta. Por fin, al término casi del tiempo establecido para cada movimiento, decidimos arriesgar la jugada. Ya McConnor tenía el peón entre los dedos para correrlo hasta la última casilla, cuando se sintió de pronto tomado del brazo y alguien musitó con voz vehemente:
-¡No! ¡Por el amor de Dios!
Todos volvimos la cabeza instintivamente. Un caballero, como de cuarenta y cinco años de edad, cuyo rostro fino y severo ya antes había llamado mi atención en el puente de paseo por su extraña palidez casi azulada, parecía haberse acercado a nosotros en los últimos minutos, cuando dedicábamos todo nuestro cuidado al juego. Notando nuestras miradas, agregó precipitadamente:
-Si ustedes le toman ahora la dama, él replicará en seguida con el alfil y ustedes retirarán el caballo. Pero entretanto él corre su peón libre a d7, amenaza la torre y aunque digan jaque con el caballo, ustedes perderán y a los nueve o diez movimientos quedarán vencidos. Es casi la misma situación que Alekhine planteó en 1922, en el gran torneo de Pistoja, contra Bogoljubow.
McConnor soltó, asombrado, la pieza y miró de hito en hito, y no menos sorprendido que todos los demás, a aquel hombre que había aparecido inesperadamente como un ángel salvador. Un individuo capaz de calcular un jaque mate anticipándose a nueve jugadas, no podía ser sino un entendedor consumado y, acaso, hasta un competidor que viajaba para jugar en el mismo campeonato y cuya llegada e intervención precisamente en tan crítico instante tenía algo de sobrenatural. El primero en recobrarse fue McConnor, quien susurró agitado:
-¿Qué aconsejaría usted?
-No avanzar en seguida, sino eludir primero. Sobre todo, apartar el rey de la amenazada línea g8, llevándole a h7. Lo más probable es que entonces desviará el ataque hacia el flanco opuesto. Pero en tal caso usted replicará con la torre moviéndola de c8 a c4; eso le costará, en dos movimientos, un peón libre contra otro peón libre, y si usted juega bien en la defensa, lograría todavía un empate. Es todo lo que puede conseguirse.
Nos quedamos de nuevo absortos. Tanto la precisión como la rapidez de su cálculo tenía algo de desconcertante; daba la impresión de leer los movimientos en un libro impreso. Con todo, la inesperada posibilidad de lograr, gracias a su intervención, el empate de nuestra partida contra un campeón mundial, tuvo el efecto de encantamiento. Todos nos apartamos a un mismo tiempo, para ofrecerle una visión más despejada del tablero. Una vez más McConnor preguntó.
-¿De manera que el rey de g8 a h7?
-¡Así es! ¡Eludir en primer término!
McConnor obedeció y dimos la señal, golpeando contra una copa, Czentovic se acercó con su habitual paso indiferente a nuestra mesa y apreció con una sola mirada la jugada contraria. Luego movió el peón sobre el ala del rey de h2 a h4, exactamente tal como nuestro salvador desconocido lo había predicho. Entonces, éste murmuró exaltado.
-¡Avance con la torre, adelante la torre c8 a c4, así tendrá que cubrir primero el peón! Pero no le servirá para nada. Usted, sin prestar atención a su peón libre, mueva el caballo de c3 a d5, y con eso se restablecerá el equilibrio. Ahora, en vez de defenderse, tiene que ejercer presión hacia adelante.
No comprendimos lo que insinuaba. Nos sonaba a chino cuanto decía. Pero sometido ya a su hechizo, McConnor procedió sin reflexionar según las indicaciones del desconocido. Nuevamente llamamos a Czentovic, golpeando contra una copa. Por primera vez no se decidió al instante, sino que miró intensamente el tablero. Sus cejas se fruncían sin él quererlo. Luego ejecutó cabalmente el movimiento que el desconocido había pronosticado, y se dio vuelta con ademán de retirarse. Pero antes de marcharse, ocurrió algo nuevo e inesperado. Czentovic levantó la mirada y repasó nuestro grupo. Quería, evidentemente, averiguar quién le ofrecía de repente tan tenaz resistencia.
...
menager1982