The Silent World [El mundo silencioso] (1954) - Jacques Yves Costeau & Frédéric Dumas [español].pdf

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Imperio Juniors EL MUNDO SILENCIOSO Y. I. COUSTEAU
El mundo silencioso
J. Y. COUSTEAU y FRÉDÉRIC DUMAS
Editorial Jackson de Ediciones Selectas
BUENOS AIRES 1954
Título de la obra en ingles: THE SILENT WORLD
A todos aquellos que compartieron nuestra labor
Nota del Editor del libro:
El Mundo Silencioso fue escrito en inglés por el capitán Cousteau,
recientemente ascendido a comandante, quien, aunque ciudadano francés y oficial de marina,
asistió en su juventud a una escuela norteamericana y ha viajado mucho por los Estados
Unidos. En los últimos años ha dado conferencias en este país e Inglaterra acerca de sus
hazañas submarinas. Le ayudó a preparar este libro James Dugan, antiguo corresponsal de
Yank, el semanario del Ejército de los Estados Unidos, quien ha colaborado con el capitán
Cousteau desde los días de la Segunda Guerra Mundial.
Nota de la Escuela de Buceo Imperio Juniors:
Los relatos incluidos en estas páginas,
llenas de romanticismo, misterio y pasión son una ventana al pasado. A los comienzos del
buceo deportivo tal como lo conocemos en la actualidad. Muchas de las técnicas expuestas,
hoy se consideran erróneas, por lo que no es un libro pedagógico en cuanto a procedimientos,
pero sí nos transmite la pasión por el buceo. Estos primeros relatos son los que hicieron que
muchas generaciones de acuanautas se dejaran atrapar por el encanto y la magia que nos
mueve a todos los buzos, ese impulso irreflenable de “meter la cabeza debajo del agua”.
CAPÍTULO I
Los Hombrez –Pez
Una mañana del mes de junio de 1943 me dirigí a la estación de ferrocarril de Bandol,
en la Riviera francesa, para hacerme cargo de una caja de madera expedida desde París.
Contenía un nuevo y prometedor artefacto, resultado de años de esfuerzo y de ilusión, un
pulmón automático de aire comprimido, propio para la inmersión, concebido por Emile
Gagnan y yo. Corrí con él hacia Villa Barry, donde me esperaban mis compañeros en tantos
buceos Philippe Tailliez y Frédéric Dumas. Ningún niño abrió jamás un regalo de Navidad
con tanta excitación como nosotros cuando desembalamos el primer “aqualung” o pulmón
aucático. Si marchaba bien, el buceo sería revolucionado.
Hallamos un conjunto de tres botellas de aire comprimido de tamaño mediano, unidas
a un regulador de aire del tamaño de un despertador. Desde el regulador partían dos tubos,
que se unían en una boquilla. Con este equipo sujeto a la espalda, unos lentes submarinos
que cubriesen los ojos y la nariz y aletas de goma para los pies, nos proponíamos pasearnos a
nuestras anchas por las profundidades del mar.
Nos dirigimos a toda prisa a una oculta cala, donde estaríamos a resguardo de las
miradas indiscretas de bañistas y de soldados de las tropas italianas de ocupación. Comprobé
la presión del aire. Las botellas contenían aire comprimido a más de ciento cincuenta veces
la presión atmosférica. Apenas podía dominar mi excitación para discutir con calma el plan
de la primera zambullida. Dumas, el mejor buceador de Francia, se quedaría en la playa
descansado y calentándose al sol, listo para venir en mi ayuda en caso necesario. Mi esposa
Simone nadaría en la superficie, provista de un respirador “shnorkel”, y me vigilaría a través
de lentes sumergidos. Si hacía señas indicando que las cosas iban mal, Dumas se zambulliría
para alcanzarme en pocos segundos. “Didi”, como le llamaban en la Riviera, podía bucear
hasta dieciocho metros de profundidad.
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Mis compañeros sujetaron el bloque tribotella en mi espalda, con el regulador junto a
la nuca, mientras que los tubos pasaban por encima de mi cabeza. Escupí en el interior de
mis lentes, enjuagándolos luego en la rompiente, con el fin de que no se formase vaho en el
interior del cristal inastillable. Adapté el suave reborde de goma de los lentes sobre mi frente
y pómulos. Introduje la boquilla en mi boca y sujeté los nódulos entre mis dientes. Mis
inhalaciones y espiraciones pasarían, cuando yo me hallase bajo la superficie del agua, por
una pequeña abertura del tamaño de un clip de los que se emplean para sujetar hojas de papel.
Tambaléndome bajo el peso del aparato, que alcanzaba casi veinticinco kilos, caminé con
paso de Charlot hasta penetrar en el mar.
Mi escafandra autónoma, verdadero pulmón acuático, había sido diseñada con la
intención de que resultase ligeramente flotante*
*Con este nombre de “pulmón acuático”, la escafandra ha sido presentada en el mercado
español (N. del T).
Me recliné sobre el agua helada, para ver si se cumplía en mí el principio de Arquímedes, que
dice que un cuerpo sólido sumergido en un líquido es empujado hacia arriba por una fuerza
igual al peso del líquido que desaloja. Dumas me hizo quedar bien con Arquímedes
sujetando algo más de tres kilos de plomo a mi cinturón. Me hundí suavemente hacia el
fondo arenoso, mientras respiraba sin el menor esfuerzo un aire dulce y fresco. Al inhalar oí
un débil silbido, mientras que al espirar se producía un ligero burbujeo. El regulador ajustaba
la presión a mis necesidades del momento.
Miré en torno mío con la misma sensación de éxtasis que he experimentado siempre
en cada zambullida. Bajo mí se abría un pequeño barranco, repleto de hierbas verdeoscuro,
negros erizos de mar y pequeñas algas blancas, semejantes a flores. Por el lugar retozaban
varios pececillos. El fondo arenoso descendía en suave declive hasta perderse en una clara
lejanía azulada. El sol brillaba con luz cegadora, que me hacía guiñar los ojos. Con los
brazos pendiendo a mis costados, moví suavemente las aletas de mis pies y fui hundiéndome,
al propio tiempo que ganaba velocidad y veía alejarse la playa. Dejé de agitar los pies y el
impulso adquirido me hizo seguir avanzando en un fabuloso descenso. Al detenerme, vacié
lentamente el aire de mis pulmones y contuve el aliento. El menor volumen de mi
cuerpohizo disminuir el poder ascensional del agua, y me hundí apaciblemente. Aspiré
entonces una gran bocanada de aire, que retuve en mis pulmones. Al punto me elevé hacia la
superficie.
Mis pulmones tenían ahora un nuevo papel: se habían convertido en un sensible
sistema de lastre. Respiré con toda normalidad, de una manera pausada, e inclinando la
cabeza, descendí hasta los nueve metros, sin sentir aumentar la presión del agua, que en tal
profundidad es dos veces mayor que en la superficie. La escafandra autónoma me
suministraba automáticamente más aire comprimido, para contrarrestar la nueva presión. A
través de los frágiles pulmones humanos esta contrapresión era transmitida al torrente
sanguíneo, para esparcirse instantáneamente por todo el cuerpo incompresible. Mi cerebro
no recibía ningún aviso subjetivo de la presión. Me encontraba perfectamente, si se exceptúa
un dolorcillo que sentía en el oído medio y en las fosas nasales. Tragué saliva, como suele
hacerse al tomar tierra en un avión, para abrir mis trompas de Eustaquio y hacer cesar el
dolor. (No llevaba tapones en los oídos. Usarlos resulta una práctica muy peligrosa en la
inmersión, pues tales tapones aislan una bolsa de aire entre ellos y el tímpano. Al aumentar
la presión en la trompa de Eustaquio, aquella hubiera oprimido los tímpanos hacia el exterior,
con el riesgo de reventarlos).
Llegué al fondo en un estado de arrobamiento. Un cardumen de plateados sargos,
redondos y planos como platos, nadaban entre un caos de rocas. Levanté la mirada y vi
brillar la superficie como un desdibujado espejo. En el centro de éste se hallaba la silueta
flotante de Simone, del tamaño de una muñeca. La saludé con el brazo. La muñeca me
devolvió el saludo.
Mis espiraciones me fascinaban. Las burbujas se hinchaban a medida que ascendían
por capas líquidas sujetas a menor presión, pero mostraban una curiosa forma aplanada,
semejante a una seta, mostraban una curiosa forma aplanada, semejante a una seta, debida a
su fuerte presión contra el medio. Pensé en la importancia que tendrían esas burbujas en
nuestras futuras inmersiones. Mientras fuesen apareciendo y reventando en la superficie,
todo iría bien abajo. Si las burbujas desaparecían, el resultado sería la ansiedad, prontas
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medidas de salvamento y desesperación. Salían con un agradable ruido por el regulador y me
hacían compañía. Al oírlas, me sentía menos solo.
Nadé entre las rocas y me comparé favorablemente con los sargos. Nadar como un
pez, es decir, horizontalmente, era lo más lógico en un medio ochocientas veces más denso
que el aire. Poderse detener para quedarse suspendido de nada, sin cuerdas o tubo que me
uniesen a la superficie, constituía un verdadero sueño. Muchas noches he soñado que volaba,
extendiendo los brazos como si fuesen alas, pero ahora volaba verdaderamente sin poseerlas.
(Desde esta primera inmersión con la escafandra autónoma, no volví a tener jamás este
sueño.)
Me imaginé al buzo correinte paseándose por aquel lugar, con sus pesadas botas y
teniendo que hacer grandes esfuerzos para avanzar unos cuantos metros, obsesionado
continuamente por sus cordones umbilicales, y con la cabeza aprisionada en su escafandra de
cobre. Buceando por mis propios medios lo he visto a veces inclinándose peligrosamente
para dar un paso, sometido a una presión en los tobillos que en la cabeza, un verdadero
inválido en un mundo extraño. Desde aquel día memorable, nadaríamos recorriendo
kilómetros de tierras desconocidas por el hombre, libres y horizontales, sintiendo en nuestra
piel lo que sienten las escamas de los peces.
Hice con mi escafandra autónoma toda clase de cabriolas y maniobras: rizos,
volteretas y tumbos. Me mantuve en equilibrio sobre un dedo y me eché a reír, con risa
aguda y falsa. Nada conseguía alterar el ritmo automático del suministro de aire. Liberado
de la gravedad y la flotabilidad, vagaba por el espacio.
Podía alcanzar casi una velocidad de dos nudos sin usar mis brazos*.
*El nudo equivale a una milla marina por hora o sea 1,852 km/h.
Me elevé verticalemente, dejando atrás mis propias burbujas, y descendí luego hasta los
dieciocho metros. Habíamos alcanzado esta profundidad muchas veces sin ayuda de medios
artificiales de respiración, pero ignorábamos qué ocurría más allá de este límite. ¿Qué
profundidad podríamos alcanzar con aquel extraño aparato?
Habían transcurrido quince minutos desde que abandoné la caleta. El regulador
siseaba regularmente a diez brazas de profundidad, y tenían aún provisión de aire para una
hora. Decidí permanecer en el agua durante todo el tiempo que pudiese resistir el frío. Ante
mí se abrían tentadoras grietas, ante las cuales no habíamos podido detenernos en nuestras
anteriores zambullidas. Penetré centímetro a centímetro por un oscuro y estrecho túnel, con
el pecho rozando el suelo y golpeando el techo con las botellas de aire. En tales situaciones
un hombre posee dos cerebros. Uno de ellos le impele a seguir avanzando hacia el misterio,
mientras que el otro le recuerda que es una criatura provista de sentido común, que hará que
no perezca, si se le quiere prestar oído. Me elevé de pronto contra el techo. Había
consumido ya una tercera parte del aire disponible, y me había vuelto más ligero. La
prudencia me hizo ver que aquella locura podía dar por resultado que uno de mis tubos de
aire quedase seccionado. Volviéndome boca arriba, me apoyé sobre mi espalda.
El techo de la caverna estaba poblado de langostas. Permanecían quietas, semejantes
a enormes moscas, con las cabezas y antenas dirigidas hacia la entrada de la caverna. Aspiré
menos aire para evitar que mi pecho las tocase. Más allá de la superficie del agua se extendía
la Francia ocupada y sujeta a un régimen de hambre. Pensé en los cientos de calorías que se
pierden al bucear en aguas frías. Escogí un par de langostas de medio kilo y las arranqué
cuidadosamente del techo, procurando no tocar sus punzantes espinas. Luego me las llevé
hacia la superficie.
Simone había estado flotando en ella, observando mis burbujas y siguiéndome con la
mirada por todas partes. Se zambulló y nadó hacia mí. Le entregué las langostas y volví a
bajar mientras ellas e elevaba. Apareció en la superficie del agua junto a una roca, en la cual
estaba sentado un somñoliento ciudadano provenzal, provisto de una caña de pescar. Este
vió emerger de pronto de las aguas a una muchacha rubia con un par de langostas
debatiéndose en sus manos. La joven le dijo, dejándoselas sobre la roca:
- ¿Haría el favor de gaurdármelas?
La caña cayó de las manos del pescador.
Simone hizo cinco zambullidas más para apoderarse de las langostas que yo le entregaba
y llevarlas a la roca. Yo emergí al abrogo de la caleta, lejos de la vista del pescador. Simone
fue a hacerse cargo de su enjambre de langostas.
- Quédese usted con una, Monsieur –dijo al hombre-. Son muy fáciles de coger tal como
yo lo he hecho.
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Mientras nos dábamos un suculento banquete con los resultados de mi zambullida,
Tailliez y Dumas me preguntaron acerca de todos los detalles. En nuestras cabezas bullían
los planes y las ideas. Taillez llenó de garabatos el mantel y declaró que cada metro de
profundidad que consiguiéramos, abriría para la humanidad trescientos mil kilómetros
cúbicos de espacio vital. Taillez, Dumas y yo llevábamos mucho tiempo juntos, y
frecuentábamos el mar desde hacia ocho años, zambulléndonos en él a cuerpo limpio y sin
otro aparato que nuestros lentes. La nueva llave que teníamos en las manos para abrir con
ella el cofre maravilloso, nos prometía incalculables tesoros. Pensamos en los lejanos
comienzos...
Nuestra primera arma fueron los lentes submarinos, conocidos desde hacia muchos
siglos en la Polinesia y en el Japón, empleados por los buscadores de coral mediterráneos del
siglo XVI, y vueltos a descubrir casi en cada década de los últimos cincuenta años. El ojo
humano desnudo, que es casi ciego en el agua, puede ver claramente a través de unos lentes
estancos.
En la mañana de un domingo de 1936, en Le Mourillon, cerca de Tolón, penetré en el
Mediterráneo y miré a través del agua con la ayuda de unos lentes Fernez. Yo era en aquella
fecha un regular artillero naval, y un buen nadador interesado únicamente en perfeccionar mi
estilo de crawl . Consideraba al mar simplemente como un obstáculo salado que me irritaba
los ojos. Me quedé estupefacto ante lo que contemplé en las aguas poco profundas del Le
Mourillon: rocas cubiertas de selvas de algas verdes, pardas y plateadas, y peces
desconocidos para mí, que nadaban en cristalinas aguas. Al sacar la cabeza del agua para
respirar vi un trolebús, gente y postes de alumbrado. Volví a sumergir mi rostro en las aguas
y la civilización se desvaneció. Me hallaba en una selva jamás vista por aquellos que
habitaban sobre el opaco techo.
A veces tenemos suerte de comprender que nuestras vidas han sufrido un cambio, y
somos capaces de desechar lo viejo, seguir lo nuevo y mantener firmemente el rumbo. Eso
es lo que me ocurrió aquel día de verano en Le Mourillon, en que mis ojos se abrieron por
primera vez a las maravillas del mar.
Al poco tiempo me convertí en un devoto oyente de las hazañas de los héroes del
Mediterráneo, provistos por lentes Fernez, aletas Le Corlieu y un armamento bárbaro con el
que daban muerte a los peces bajo la superficie de las olas. ¡En Sanary, el extraordinario Le
Moigne se sumergió en el océano y cazó peces con honda!
Existía también una fabulosa criatura llamada Frédéric Dumas, hijo de un profesor de
física, que alanceaba a los peces con la barra de una cortina. Estos hombres cruzaban la
frontera de dos mundos hostiles.
Pasaron dos años de zambullidas con lentes antes de que conociese a Dumas. Este me
contó cuáles habían sido sus comienzos.
_ Un día del verano de 1938 me hallaba sobre las rocas, cuando vi a un verdadero
hombre-pez cuyo estado de evolución era mucho más avanzado que el mío. Nunca sacaba su
cabeza del agua para respirar, y después de una zambullida, brotaba agua de un tubo, uno de
cuyos extremos estaba introducido en su boca. Me quedé sorprendido al ver que en los pies
llevaba aletas de goma. Me quedé sorprendido al ver que en los pies llevaba aletas de goma.
Me quedé admirado de su agilidad y esperé que sintiese frío y se viese obligado a salir del
agua. Era el teniente de navío Philippe Tailliez. Su fusil submarino está basado en la misma
teoría que el mío, pero sus lentes son mayores que los míos. Me dijo donde podría encontrar
lentes y aletas y cómo podría construirme un tubo para respirar con ayuda de una vulgar
manguera de jardín. Convinimos en un día para salir juntos de caza. Este día constituyó un
gran episodio en mi vida submarina.
En realidad fue importante para todos nosotros, ya que hizo que Taillez, dumas y yo
formásemos un equipo de buzos. Por aquel entonces yo ya conocía a Taillez.
Nos dedicamos con apasionamiento a la caza submarina con ballestas, lanzas, fusiles
de muelle, arpones propulsados por la explosión de un cartucho, sin desdeñar la elegante
técnica del escritor norteamericano Guy Gilpatric, quien ensartaba a los peces con
impecables estocadas. Nuestra chifladura dio por resultado la desaparición casi absoluta de
la pesca en el litoral, con la consiguiente indignación de los pescadores profesionales. Estos
decían que nosotros ahuyentábamos la pesca, echábamos a perder sus redes, saqueábamos
sus jábegas y originábamos el mistral* con nuestros tubos de respiración.
* Fuerte viento del norte-nordeste que sopla en las costas de Provenza (N. del T.)
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Un día, sin embargo, Dumas advirtió, durante una de sus zambullidas, a un pintoresco
individuo que lo miraba desde una gran lancha motora. Se trataba de un hombre de aspecto
formidable, desnudo de medio cuerpo para arriba. Mostraba en su torso una verdadera
galería de tatuajes, los cuales consistían principalmente en bailarinas y famosos generales,
como el mariscal Lyautey y Papá Joffre. Didi hizo una mueca cuando el individuo en
cuestión lo saludó, porque había reconocido a Carbonne, el temido gangster marsellés, cuyo
ídolo era Al Capone.
Carbonne hizo venir a Didi junto a la escalerilla de la embarcación y le ayudó a subir
a bordo. Acto seguido, le preguntó qué estaba haciendo.
- ¡Oh, sólo estoy buceando! –dijo Didi, como no dándole importancia a la cosa.
- Yo suelo venir siempre aquí huyendo de la ciudad y con el fin de descansar en paz –dijo
Carbonne-. Me gusta su clase de actividad. Desearía que desde ahora mi barco se
convirtiese en su centro de operaciones.
El protector de Didi se enteró del odio que nos tenían los pescadores. Esto le halagó y,
haciendo gestos amenazadores con su velludo puño, que agitaba sobre el hombro de Didi,
hacia los barcos de pesca, gritó con su vozarrón:
- ¡Eh, vosotros..., a ver si os enteráis que este es mi amigo !
Echamos algunas pullas a Didi a propósito de su amigo el gangster, pero observamos que los
pescadores dejaron de molestarnos. Desde entonces dirigieron sus protestas al Gobierno, el
cual aprobó una ley que regulaba con toda severidad la caza submarina. Se prohibían
aparatos respiratorios y arpones propulsados por cartuchos. Se exigía a los nadadores que se
proveyesen de una licencia de caza y se les obligaba a ingresar en un club reconocido de
pesca submarina. Pero desde Menton a Marsella el litoral había quedado vacío de pesca de
gran tamaño. Se observó asimismo otro hecho notable. Los grandes peces pelágicos habían
aprendido a mantenerse fuera del alcance de nuestro armamento. Se quedaban del modo más
insolente a metro y medio de un tiro con honda, que alcanzaba exactamente un poco menos.
El fusil que disparaba un arpón por medio de un propulsor de goma, y que alcanzaba a 2,40
metros, hallaba el pez a 2,50 metros. Se quedaban a 4,50 metros de los mayores fusiles
submarinos. Durante siglos enteros el hombre había sido el animal más inofensivo bajo la
superficie del agua. Cuando aprendió de pronto a combatir bajo ella, los peces adoptaron al
punto las tácticas correspondientes.
En la época de nuestro buceo con lentes, Dumas apostó en Le Brusq que era capaz de
cazar cien kilos de pescado en dos horas. Efectuó en este tiempo cinco zambullidas, hasta
profundidades de tece a dieciocho metros. A cada zambullida alanceó y luchó con un pez
gigantesco, durante el breve período en que era capaz de retener su respiración. Sacó cuatro
meros y una palometa de unos cuarenta kilos. El peso de estos pescados totalizaba ciento
treinta kilos.
Uno de nuestros recuerdos predilectos se refiere a una belicosa palometa que
probablemente pesaba cien kilos. Didí la ensartó y nos sumergimos por turno para tirar de
ella. Dos veces conseguimos llevarla hasta la superficie sujetándola con las manos. El
enorme animal parecía tener tanta aficción al aire como a nosotros. Sus fuerzas aumentaban
a medida que nos acercábamos a la superficie, hasta que por último aquel monarca de las
palometas se nos escapó.
Como éramos jóvenes, a veces transponíamos los límites señalados por el sentido
común. Una vez Taillez se zambulló solo en Carqueiranne, en el mes de diciembre, mientras
su perro Soika le guardaba la ropa. El agua se hallaba a 52º Faharenheit *
* 11,1 ºC (Nota de Escuela de Buceo Imperio Juniors)
Phillippe trataba de apoderarse de una enorme lobina, cuando tuvo que desistir de la caza al
no poder soportar el frío, pero se encontraba a varios centenares de metros de la playa
desierta. El regreso constituyó una lucha agotadora. Por último, consiguió arrstrarse sobre
un escollo, donde quedó desvanecido. La aguda mordedura del viento helado se clavaba en
sus carnes entumecidas. Tenía pocas probabilidades de sobrevivir, expuesto por mucho
tiempo a tales inclemencias. Su perro lobo, impelido por un extraordinario instinto, lo cubrió
con su cuerpo y echó su cálido aliento al rostro del infeliz. Taillez consiguió incorporarse
sobre sus manos y pies, casi paralizados por el frío, y dirigirse, tambaleándose, hasta el
refugio más próximo.
Nuestras primeras investigaciones acerca de las reacciones fisiológicas durante la
inmersión, se dirigieron hacia la parte térmica. El agua es un mejor conductor del calor que
el aire y, por lo tanto, posee una extrema capacidad para absorber calorías. El calor que el
cuerpo pierde durante un baño en el mar es enorme y somete a un gran esfuerzo la fábrica
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