Turguenev, Ivan - Primer amor.pdf

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Iván Turguenev
PRIMER AMOR
Revisado por : Gema Guada
Los invitados se habían despedido hacía ya largo rato. El reloj acababa de dar las once
y media. Sólo nuestro anfitrión, Sergio Nicolaievich y Vladimiro Petrovich permanecían
aún en el salón.
Nuestro amigo llamó e hizo retirar los restos de la cena.
-Así que estamos de acuerdo, ¿verdad, señores? -dijo, arrellanándose en un sillón y
encendiendo un cigarro-. Cada uno de nosotros ha prometido relatar la historia de su
primer amor. Usted empezará, Sergio Nicolaievich.
El interpelado, un hombre bajo, rubio, de rostro abotargado, miró a su anfitrión y
después levantó los ojos al techo.
-Yo no he tenido primer amor -declaró, al fin-. Yo empecé directamente por el
segundo.
-¿Cómo es eso?
-Simplemente. Tendría a la sazón unos dieciocho años cuando me dio la fantasía de
hacerle un poco la corte a una joven, por cierto muy bonita, pero me comporté como si
aquello no fuese nuevo para mí; exactamente como lo he hecho posteriormente con
otras. Para ser sincero, mi primero -y último- amor, se remonta a la época en que tenía
seis años. El objeto de mi pasión era la niñera que cuidaba de mí. Esto queda muy lejos,
como pueden ver, y los detalles de nuestras relaciones se han borrado de mi memoria.
Por otra parte, aunque los recordara, ¿a quién podrían interesar?
-¿Qué vamos a hacer, entonces? -se lamentó nuestro anfitrión-. Tampoco mi primer
amor tiene nada de apasionante. Jamás había amado a nadie antes de conocer a Ana
Ivanovna, mi esposa. Todo ocurrió en la forma más natural del mundo: nuestros padres
nos prometieron, no tardamos en experimentar una inclinación mutua, y pronto nos
casamos. Toda mi historia se compendia en dos palabras. A decir verdad, señores, al
poner la cuestión sobre el tapete, yo confiaba en ustedes, jóvenes y solteros...
-El hecho es que mi primer amor no fue un amor trivial - intervino Vladimiro Petrovich,
tras breve vacilación.
Era un hombre de unos cuarenta años, de cabellos negros, ligeramente entreverados de
plata.
-¡Ah, menos mal!... ¡Empiece! ¡Le escuchamos!
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-Pues bien, ahí va... Pero, no, no les explicaré nada, porque soy muy mal narrador y
mis relatos suelen ser secos y breves o largos y falsos. Si no tienen ustedes inconveniente
en ello, prefiero consignar todos mis recuerdos en un cuaderno, y leérselos luego.
Sus compañeros, al principio, no estaban dispuestos a aceptar la proposición, pero
Vladimiro Petrovich acabó por convencerlos. Quince días más tarde, se reunían de nuevo.
Vladimiro había cumplido su promesa.
Y esto es lo que había anotado en su cuaderno:
I
Tenía a la sazón dieciséis años. Ello acontecía en el curso del verano de 1833.
Yo vivía en casa de mis padres, en Moscú. Habían alquilado una villa cerca de la
Puerta Kalugski, frente al jardín Neskuchny. Yo me preparaba para la universidad, pero
trabajaba poco y sin prisa.
Nada coartaba mi libertad: tenía derecho a hacer todo lo que se me antojaba, sobre todo
desde que me había liberado de mi último preceptor, un francés que jamás había logrado
hacerse a la idea de que me había caído en Rusia comme une bombe y se pasaba los días
enteros echado en su cama con una expresión exasperada.
Mi padre me trataba con tierna indiferencia; mi madre apenas me prestaba atención, a
pesar de que yo era su único hijo: la absorbían otra clase de preocupaciones.
Mi padre, joven y apuesto, había hecho un matrimonio de conveniencia. Mi madre,
diez años mayor que él, había tenido una existencia muy triste: siempre inquieta, celosa y
taciturna, no se atrevía a traicionarse en presencia de su marido, al que temía mucho... Él,
por su parte, afectaba una severidad fría y distante... Jamás he conocido hombre más
seguro, más tranquilo y más autoritario que él.
Siempre recordaré las primeras semanas que pasé en la villa. Hacía un tiempo soberbio.
Nos habíamos instalado en ella el 9 de mayo, día de San Nicolás. Yo solía ir a pasear por
nuestro parque, el Neskuchny, o por el otro lado de la Puerta de Kalugsky; me llevaba
cualquier libro de texto -el de Kaidanov, por ejemplo-, pero raras veces lo abría, y me
pasaba la mayor parte del tiempo declamando versos, de los cuales sabía muchísimos de
memoria. Mi sangre se agitaba, y mi corazón se lamentaba con dulce alegría; esperaba
algo, y me sentía atemorizado sin saber por qué, siempre intrigado y dispuesto a todo, sin
embargo. Mi imaginación jugaba y remolineaba alrededor de las mismas ideas fijas,
como los vencejos, al amanecer, en torno del campanario. Me sentía soñador,
melancólico, y a veces llegaba hasta a derramar lágrimas. Pero a través de todo aquello,
brotaba, como la hierba en primavera, una vida joven e hirviente.
Poseía un caballo. Lo ensillaba yo mismo y marchaba muy lejos, solo, al galope. Ora
me imaginaba ser un caballero que entraba en liza -¡y cuán alegremente silbaba el viento
en mis oídos!-, ora levantaba el rostro al cielo, y mi alma, abierta de par en par, se
empapaba de su luz deslumbradora y de su azul.
Ni una imagen de mujer, ni siquiera un fantasma de amor se habían presentado todavía
claramente a mi espíritu; pero en todo lo que pensaba, en todo lo que sentía, se ocultaba
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un presentimiento sólo a medias consciente y lleno de reticencias, la presencia de algo
inédito, infinitamente dulce y femenino...
Y aquella espera se adueñaba de todo mi ser: la respiraba, fluía por mis venas, por cada
gota de mi sangre... Y pronto debía verse colmada.
Nuestra villa estaba formada por un edificio central, de madera, con una columna
flanqueada por dos alas bajas; el ala izquierda albergaba una minúscula manufactura de
papeles pintados... Yo la visitaba a menudo. Una decena de muchachos escuchimizados,
de pelo hirsuto, con el rostro marcado ya por el alcohol, vestidos con guardapolvos
grasientos, saltaban sobre las palancas de madera que ejercían presión sobre los bloques
de las prensas. Así el peso de su débil cuerpo imprimía los arabescos multicolores del
papel pintado. El ala derecha, desocupada, estaba por alquilar.
Un buen día, aproximadamente tres semanas después de nuestra llegada, los postigos
de las ventanas de esta ala se abrieron ruidosamente, y pude ver unas caras femeninas:
teníamos vecinos. Recuerdo que aquel anochecer, durante la cena, mi madre preguntó al
mayordomo quiénes eran los nuevos inquilinos. Y al oír el nombre de la princesa
Zassekine, repitió primero, con veneración: “¡Ah, una princesa! - , y enseguida agregó:
“Desde luego, arruinada”.
Las señoras han llegado en tres coches de alquiler -observó el criado, sosteniendo
respetuosamente el plato-. No tienen coche propio, y en cuanto a los muebles, no valen
absolutamente nada.
-Sí, pero aun así, lo prefiero -replicó mi madre. Mi padre la miró fríamente, y ella
enmudeció.
Efectivamente, la princesa Zassekine no podía ser rica: el pabellón que había alquilado
era tan vetusto, pequeño y bajo, que hasta personas de escasa fortuna se hubiesen negado
a alojarse en él. Por mi parte, no presté ninguna atención a aquella conversación. Tanto
más cuanto que el título de princesa no podía producirme la menor impresión, puesto que
precisamente acababa de leer Los bandidos, de Schiller.
II
Había adoptado el hábito de pasear todas las tardes por las avenidas de nuestro parque,
con una escopeta bajo el brazo, acechando a los cuervos. Toda mi vida he odiado
profundamente a esos animales voraces, prudentes y maliciosos. Aquella noche, habiendo
bajado al jardín, como de costumbre, acababa de recorrer en vano todos los paseos: los
cuervos me habían reconocido y sus graznidos estridentes llegaban hasta mí desde muy
lejos. Guiado por el azar, me acerqué a la cerca baja que separaba nuestra finca de la
estrecha faja de jardín que se extendía a la derecha del ala y de ella dependía.
Caminaba con la cabeza gacha cuando me pareció oír rumor de voces; lancé una
mirada por encima de la cerca, y me detuve estupefacto... Un extraño espectáculo se
ofrecía a mis miradas.
Frente a mí, a muy pocos pasos, sentada en un retazo de césped bordeado de
frambuesos verdes, se hallaba una joven, alta y esbelta, que lucía un vestido rosa a rayas
y una toquilla blanca; cuatro muchachos la rodeaban, formando círculo, y ella les
golpeaba en la frente por turno, con una de esas flores grises cuyo nombre no recuerdo,
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pero que los niños conocen muy bien: forman como unas bolsitas que estallan haciendo
ruido cuando chocan con algo duro. Las víctimas ofrecían la frente con tal entusiasmo, y
había tanto hechizo, tanta ternura imperativa y burlona, tanta gracia y elegancia en los
ademanes de la joven (a la que veía de perfil) que estuve a punto de lanzar un grito de
sorpresa y de encanto... Hubiese dado el mundo entero para que aquellos dedos adorables
me golpearan a mí también.
La escopeta se me deslizó hasta el suelo; me había olvidado de todo y devoraba con los
ojos aquel talle grácil, aquel cuello esbelto, aquellas lindas manos, aquellos cabellos
rubios ligeramente revueltos bajo el pañuelo blanco, aquellos ojos inteligentes,
entornados, aquellas cejas y aquellas mejillas aterciopeladas...
-Dígame usted, joven, ¿le parece correcto mirar así a una señorita a la que no conoce?
dijo de pronto una voz, muy cerca de mí. Me sobresalté y quedé de una pieza... Un
muchacho de cabellos negros, muy cortos, me miraba fijamente, con expresión irónica,
desde el otro lado de la cerca. En aquel preciso instante, la joven se volvió también hacia
mí... Pude ver sus grandes ojos grises, en un rostro móvil agitado súbitamente por un leve
temblor, y la carcajada, reprimida al principio, brotó, sonora, poniendo al descubierto sus
dientes blancos y arqueando curiosamente las cejas de la muchacha... Me sonrojé
lamentablemente, recogí la escopeta y eché a correr con todas mis fuerzas, perseguido
por las carcajadas. Llegué a mi habitación, me arrojé encima de la cama, y escondí la cara
entre las manos. Mi corazón latía como loco; me sentía confuso y feliz, presa de una
turbación como jamás hasta entonces la había experimentado.
Después de descansar un rato me peiné, cepillé mis ropas y bajé a tomar el té. La
imagen de la muchacha flotaba ante mí; mi corazón se había serenado, pero seguía
deliciosamente encogido.
-Pero ¿qué te pasa? -me preguntó bruscamente mi padre-. ¿Has matado algú n cuervo?
Sentí deseos de confesárselo todo, pero me retuve y me limité a sonreír para mis
adentros. En el momento de acostarme hice tres piruetas a la pata coja -sin saber por qué-
y me puse brillantina en los cabellos. Dormí como un tronco. Poco antes del amanecer,
me desperté un instante, levanté la cabeza, miré a mi alrededor, lleno de felicidad... y
volví a dormirme.
III
“¿Cómo me las compondré para trabar conocimiento con ellos?” Esto fue lo primero
que pensé al despertar.
Bajé al jardín antes de la hora del té, pero evité acercarme demasiado a la cerca, y no vi
a nadie.
Después del té, pasé una y otra vez por delante de su pabellón e intenté penetrar desde
lejos el secreto de las ventanas... Un momento me pareció adivinar detrás de los visillos
un rostro, y me alejé precipitadamente.
“Sin embargo, es absolutamente preciso que la conozca”, me decía a mí mismo,
paseando al azar por el llano arenoso que se extiende delante de Naskuchny. “Pero
¿cómo? He aquí el problema”. Evoqué los menores detalles del encuentro de la víspera;
de toda la aventura, su risa era lo que más me había impresionado, sin saber por qué...
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Pero mientras así me exaltaba e imaginaba toda clase de planes, el destino me había
tomado ya bajo sus alas...
Durante mi ausencia, mi madre había recibido una carta de nuestra vecina. El mensaje
aparecía escrito en un papel gris muy ordinario, sellado con cera virgen, de esa que sólo
se encuentra general mente en las oficinas de correos o en los tapones de los vinos de
calidad inferior. En aquella carta, en la que la falta de cuidado en la sintaxis no era
inferior a la de la caligrafía, la princesa solicitaba de mi madre ayuda y protección. Mi
madre, según nuestra vecina, estaba estrechamente relacionada con personajes
influyentes, de quienes dependía la suerte de la princesa y de sus hijos, puesto que se
hallaba metida en importantes pleitos.
“Me dirigo a usté”, dama, “como una muger noble a hotra muger noble, y, por otra
parte, aprobecho la ocasión...”. En conclusión, la princesa solicitaba autorización para
acudir a visitar a mi madre...
Esta se mostró sumamente molesta: mi padre estaba ausente, y no sabía en quién
aconsejarse. Desde luego, era posible dejar sin respuesta la misiva de la “muger noble”,
¡princesa además! Pero ¿qué hacer? Parecía fuera de lugar escribirle en francés, y la
ortografía rusa de mi madre cojeaba un tanto; ella lo sabía y no quería ponerse en
evidencia.
Mi regreso le cayó como una bendición. Mamá me pidió que fuese inmediatamente a
casa de la princesa y le comunicara que siempre nos encantaría, en la medida de lo
posible, ser útiles a Su Alteza y que sería para nosotros un gran placer recibir su visita
entre mediodía y la una. La súbita realización de mi velado deseo me llenó de alegría y de
aprensión a un tiempo. Sin embar go, disimulé a la perfección, y, antes de llevar a cabo mi
misión, subí a mi cuarto para ponerme una corbata nueva y el redingote. En mi casa, a
pesar de mis protestas, todavía me obligaban a llevar chaqueta corta y cuello bajo.
IV
Penetré en el vestíbulo pequeño y mal amueblado, sin lograr dominar un temblor
involuntario, y me tropecé con un viejo criado canoso, de rostro color de bronce y ojos
melancólicos y pequeños, como los de un cerdo. Su frente y sus sienes aparecían surcadas
por profundas arrugas, como en mi vida las había visto iguales. Llevaba la espina de un
arenque en un plato. Al verme, cerró con el pie la puerta que daba a otra estancia y me
preguntó, con brusquedad:
-¿Qué desea usted?
-¿Está en casa la princesa Zassekine? pregunté.
-¡Bonifacio! -gritó, detrás de la puerta una voz ronca de mujer.
El criado me volvió la espalda, silenciosamente, ofreciendo a mis miradas una librea
muy desgastada en la parte de los omóplatos, cuyo único botón, cubierto de orín, llevaba
grabadas las armas de la princesa, dejó el plato en el suelo y me dejó solo...
-¿Has ido a la comisaría? -siguió la misma voz.
El criado murmuró algo.
-¿Dices... que hay alguien...? ¿El hijo del dueño de al lado?... ¡Qué pase!
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