Weis,Margaret - Leyendas de la Dragonlance III - El Umbral del Poder.rtf

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LEYENDAS DE LA DRAGOISILANCE

leyendas de la dragonlance

 

 

 

 

 

 

 

Volumen III

 

 

EL UMBRAL DEL PODER

 

 

 

 

Margaret Weis - Tracy Hickman

Traducción: Marta Pérez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Poemas: Michael Williams

Ilustración de la cubierta: Ernesto Meló

 

 

 

TIMUN MAS

A mi hermano, Gerry Hickman, quien me enseñó cómo debe ser una relación fraternal.

Tracy Hickman

 

 

A Tracy, con mi más efusivo agradecimiento por ha­berme permitido entrar en su mundo.

Margaret Weis

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni el registro en un sistema informático, ni la transmisión bajo cualquier forma o a través de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título original:

Dragonlance Legends™ - Test of the Twins

© TSR, Inc. 1986

All righls reserved

«Dungeons & Dragons®, D&D® y Dragonlance®»

son marcas registradas por TSR® Hobies, Inc.

Derechos exclusivos de la edición en lengua castellana:

Editorial Timun Mas, S.A. 1988

Castillejos, 294. 08025 Barcelona

ISBN: 84-7722-184-7 (obra completa)

ISBN: 84-7722-187-1 (volumen III)

Depósito legal: B. 9.911-88

Emegé Industrias Gráficas, S.A.

Impreso en España - Printed in Spain

 

 

 

AGRADECIMIENTOS

 

 

Quisiéramos dar las gracias al equipo Dragonlance: Tracy Hickman, Harold Johnson, Jeff Grubb, Michael Williams, Gali Sánchez, Gary Spiegle y Carl Smith.

 

Queremos dar también las gracias a aquellos que se nos unieron en Krynn: Doug Niles, Laura Hickman, Michael Dobson, Bruce Nesmith, Bruce Heard, Mi­chael Breault y Roger E. Moore.

 

Nuestro agradecimiento a la editora, Jean Blashfield Black, quien tuvo fe en nosotras.

 

Y, finalmente, nuestro más profundo reconocimien­to a todos los que nos han ayudado: David «Zeb» Look, Larry Elmore, Keith Parkinson, Clyde Caldwell, Jeff Easley, Ruth Hoyer, Carolyn Vanderbilt, Patrick L. Price, Bill Larson, Steve Sullivan, Denis Beauvais, Valerie Valusek, Dezra y Terry Phillips, Janet y Gary Pack, a nuestras familias y a todos los que nos han escrito.

 

 

Margaret Weis y Tracy Hickman

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

libro I

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El mazo de los dioses

 

 

Como un afilado acero, el clarín rasgó el aire oto­ñal, mientras los ejércitos enaniles de Thorbardin avanzaban hacia los llanos de Dergoth para enfren­tarse con sus enemigos, sus hermanos. Varias cen­turias de odio e incomprensión entre los habitantes de las colinas y sus parientes de las montañas se ver­tieron, en forma de sangre, sobre la planicie. La vic­toria, una meta que nadie perseguía, se convirtió en algo absurdo, carente de sentido. Vengar agravios co­metidos mucho tiempo atrás por los ancestros de ambos bandos, por criaturas muertas y olvidadas, era la finalidad común: matar, destruir, ése fue el ob­jetivo de la guerra de Dwarfgate.

Fiel a su palabra, Kharas, el héroe de los enanos, batalló en defensa de su rey. Barbilampiño, inmo­lada su barba como símbolo de la vergüenza que le producía luchar contra quienes consideraba sus pa­rientes, se situó a la cabeza de las tropas y sollozó, desconsolado, mientras abatía a quien se ponía al al­cance de su mazo. Cada vez que asestaba un golpe mortal se repetía, sin poder evitarlo, que el término «triunfo» se había tergiversado hasta transformar­se en sinónimo de aniquilamiento. Vio caer los es­tandartes de los dos grupos rivales, mezclarse con el fango y yacer mancillados en la llanura cuando el ansia de desquitarse, en una marea sanguinolenta, dominó a los contendientes. Comprendió que fuera quien fuese el ganador todos habían de perder, así que desechó su pertrecho, aquella portentosa herramienta confeccionada bajo los auspicios de Reorx, su dios, y abandonó el campo.

Muchas fueron las voces que lo tildaron de cobar­de. Si Kharas las oyó, fingió ignorarlas. Su corazón conocía el significado de aquel acto; no necesitaba escuchar a quienes calificaban su conducta sin en­tenderla. Derramando amargas lágrimas, limpiándo­se las manos de la savia vital de sus congéneres, bus­có entre los cadáveres los cuerpos exánimes de los dos amados hijos del rey Duncan. Cuando los hubo encontrado, arrojó sus restos mutilados, despedaza­dos, sobre la grupa de un caballo y se alejó de los llanos de Dergoth en dirección a Thorbardin.

Muy pronto, Kharas interpuso distancia, pero no la suficiente para que no llegaran a sus tímpanos las llamadas a la venganza, el estrépito del acero, los gri­tos de los moribundos. No volvió la mirada, pero sa­bía que aquellos sonidos retumbarían en su memo­ria hasta el fin de sus días.

A lomos de un segundo corcel que halló en las in­mediaciones suelto, perdido su jinete, cabalgó hacia las Montañas Kharolis. En el instante en que reco­rría sus estribaciones, impregnó el ambiente un fan­tasmal zumbido, un eco ominoso que hizo piafar a su montura. El consejero detuvo el caballo y le aca­rició la testuz, deseoso de sosegarlo, mientras otea­ba, inquieto, su entorno. ¿Qué había sido aquello? No era uno de los ruidos propios de la guerra ni, desde luego, lo había originado la naturaleza.

Ahora sí giró el rostro. El estampido procedía de las tierras de las que acababa de desertar, del para­je donde los enanos se sometían a una cruenta ma­tanza mutua en nombre de la justicia. Aumentó la magnitud del singular fragor; sus notas sordas, amenazadoras, adquirieron un volumen de pésimo augu­rio. El héroe se estremeció y bajó la cabeza al acer­carse el temible rugido, semejante a un trueno brotado de las entrañas del mundo.

«Es Reorx quien lo provoca —aventuró, aterro­rizado—. Nuestra divinidad manifiesta así su ira, nos anuncia que estamos condenados.»

La onda sónica se propagó hasta agredir a Kha­ras como una ventolera tórrida, abrasadora y pestilente, que, en su arremetida, casi le arrancó de la silla. Nubes de arena y polvo le envolvieron, metamorfoseando el día en una noche horrible, perverti­da. Los árboles se retorcieron en su derredor, los ca­ballos relincharon espantados y a punto estuvieron de lanzarse, desbocados, a una desenfrenada carre­ra. En aquella barahúnda, lo único que podía hacer el consejero era mantener el control de los équidos.

Cegado por el hediondo huracán, medio asfixiado y tosiendo, el enano se cubrió la boca e intentó, como pudo en la repentina oscuridad, proteger también los ojos de los corceles. Nunca sabría cuánto tiempo pasó inmerso en aquel torbellino de cenizas, en aque­lla corriente ígnea cargada de presagios pero, tan sú­bitamente como se había iniciado, cesó su embestida.

Se asentó la polvareda. Los torturados troncos se enderezaron, los animales recobraron la calma. El ciclón se disolvió en las suaves brisas del otoño, de­jando tras de sí un silencio más agobiante que el atro­nador estruendo.

Lleno de presentimientos, Kharas azuzó a los ca­ballos a seguir tan deprisa como les permitían sus exhaustas patas y ascendió a las montañas, ansioso de encontrar una atalaya desde donde divisar el pa­norama. Al fin, la descubrió en un peñasco que se proyectaba sobre el precipicio. Ató las cabalgaduras y su lastimero fardo en un matorral cercano, se aso...

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