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Al Faro
Virginia Woolf
Al Faro
Virginia Woolf
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Al Faro
Virginia Woolf
I
LA VENTANA
1
-S
í, mañana, por supuesto, si hace bueno -dijo Mrs. Ramsay-. Pero
tendréis que levantaros con la alondra-agregó.
Estas palabras proporcionaron a su hijo una alegría extraordinaria,
como si la excursión fuera ya cosa hecha; como si toda la ilusión con la que había
aguardado este momento, que parecía haber tardado años y años, estuviese, tras la oscu-
ridad de la noche, tras un día de navegación, al alcance de la mano. Pero, puesto que, ya
a los seis años, era miembro de ese gran grupo que no consigue mantener en orden los
sentimientos, sino que consiente que las esperanzas futuras, con sus penas y alegrías,
empañen lo que sí que está al alcance de la mano, y puesto que, para quienes son así,
desde la más temprana infancia, cualquier movimiento de la rueda de las emociones
tiene el poder de hacer cristalizar y detener el momento sobre el que recae ya la pena, ya
la exaltación, James Ramsay, que, sentado en el suelo, recortaba estampas del catálogo
ilustrado del economato de la armada y el ejército, mientras su madre hablaba, adomó el
cromo del refrigerador con una bienaventuranza celestial. Rodeaba el dibujo un halo de
complacencia. La carretilla, la cortadora de césped, el sonido de los álamos, las hojas
que blanqueaban antes de la lluvia, el graznido de los grajos, los ruidos de las escobas,
el rumor de los vestidos: todo esto tenía en su mente color y forma tan propios que les
había dedicado un código personal, una lengua secreta; aunque él, por su parte, era la
viva imagen del rigor, de la más inflexible seriedad: frente despejada, apasionados ojos
azules, inmaculadamente inocentes y puros, ceño severo ante la fragilidad humana; todo
esto hacía pensar a su madre (mientras observaba cómo las tijeras seguían con cuidado
el contorno del refrigerador), en los estrados, en visiones de togas rojas y armiños'; o en
la responsabilidad de algún asunto a la vez delicado y de gran importancia, algo
relacionado con alguna grave crisis de los asuntos públicos.
-Pero no hará bueno -dijo su padre, parado ante la ventana del salón.
Si hubiera tenido a mano un hacha, un espetón, o cualquier otra arma con la que
hubiera podido atravesarle el pecho, y haberlo matado en aquel mismo momento, James
habría echado mano de ella. Tan desmesuradas eran las emociones que Mr. Ramsay
despertaba entre sus hijos con su sola presencia; ahí estaba: flaco como hoja de cuchillo,
cortante, con su sonrisa sarcástica; contento no sólo por el placer de aguar la fiesta a su
hijo, y de dejar en ridículo a su esposa, diez mil veces mejor que él en todos los sentidos
(creía James), sino por poder exhibir además cierta secreta vanidad por la precisión de
sus juicios. Decía la verdad. Siempre decía la verdad. No sabía mentir, nunca
desfiguraba la naturaleza de un hecho cierto, jamás modificaría una palabra, por de-
sagradable que fuera, para acomodarla a la conveniencia o el gusto de nadie; y menos
aún la modificaría para complacer a sus propios hijos, de su carne y sangre, quienes
debían saber desde la infancia que la vida es dificil, que con la realidad no se puede
jugar, que para el viaje hacia esa tierra de fábula en la que se extinguen nuestras más
ardientes esperanzas, donde naufragan nuestras frágiles barquillas en medio de las tinie-
blas (aquí Mr. Ramsay se erguía, los ojillos azules se convertían en rendijas dirigidas
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hacia el horizonte), lo que hace falta es, sobre todo, valor, sinceridad, fuerza para
conllevar los padecimientos.
-Pero puede que haga bueno, y confio en que haga bueno -dijo Mrs. Ramsay,
tirando con un leve movimiento impaciente del hilo de lana castaño-rojiza del calcetín
que estaba tejiendo. Si acabara esta tarde, y si, después de todo, fueran al Faro, podría
regalarle los calcetines al torrero, para el niño, que tenía síntomas de coxalgia; también
les llevaría un buen montón de revistas atrasadas, tabaco y, cómo no, cualquier otra cosa
de la que pudiera echar mano, y que no fuera verdaderamente indispensable; cosas de
esas que lo único que hacen es estorbar en casa; debían de estar, los pobres, aburridos
hasta la desesperación, todo el día allí, de brazos cruzados, sin nada que hacer, excepto
cuidar el Faro, atender la mecha, pasar el rastrillo por un jardín no más grande que un
pañuelo: necesitaban entretenerse. Porque, se preguntaba, ¿a quién puede gustarle estar
encerrado durante todo un mes, o acaso más (cuando había tormentas), en un peñón del
tamaño de un campo de tenis?, ¿no recibir cartas ni periódicos?, ¿no ver a nadie?; si
estuvieras casado, ¿no ver a tu esposa?, ¿ni saber dónde están tus hijos?, ¿si están
enfermos, o si se han caído y se han roto piernas o brazos?; ¿ver siempre las mismas
lúgubres olas rompiendo una semana tras otra?; ¿y después la llegada de una horrible
tempestad, y las ventanas llenas de espuma, y las aves que se estrellan contra el farol, y
el movimiento incesante, sin poder asomar la nariz por temor a que te arrastre la mar?
¿A quién puede gustarle eso?, se preguntaba, dirigiéndose de forma especial a sus hijas.
A continuación, cambiando de actitud, añadía que era preciso llevarles todo lo que
pudiera hacerles la vida algo más grata.
-Sopla de poniente -dijo Tansley, el ateo, abriendo los dedos de forma que el
viento pasara entre ellos; compartía con Mr. Ramsay el paseo vespertino por el jardín,
de un lado para otro, y vuelta a empezar. Lo que quería decir es que el viento soplaba en
la peor dirección posible para desembarcar en el Faro. Sí, hasta Mrs. Ramsay estaba de
acuerdo, vaya si le gustaba decir cosas desagradables; era detestable que les refregara
eso, y que hiciera que James se sintiera aún más desdichado; sin embargo, no les
consentía que se rieran de él. «El ateo -lo llamaban-, el ateazo.» Rose se burlaba de él;
Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper, Roger se burlaban de él; hasta el viejo y
desdentado Badger había intentado morderlo, porque era el joven número ciento diez
(eso había dicho Nancy) que los había perseguido hasta las Hébridas, donde lo que de
verdad les gustaba era estar solos.
-Bobadas -dijo Mrs. Ramsay, muy seria. Aparte de una muy general tendencia a
exagerar, que habían heredado de ella, y aparte de la insinuación (era verdad) de que
invitaba a demasiada gente a quedarse con ellos, y que tenía que hospedar a algunos en
el pueblo, no podía soportar que nadie fuera descortés con los invitados, especialmente
con los jóvenes, porque solían ser pobres de solemnidad; «qué gran talento», decía su
marido; eran sus admiradores, e iban a pasar las vacaciones allí. A decir verdad, ella
extendía su protección a todos los miembros del sexo opuesto; por razones que no sa-
bría explicar, por su caballerosidad y valor, porque negociaban tratados, gobernaban la
India, controlaban el mundo financiero, y, en fin, por una actitud hacia ella misma que
no habría mujer que dejara de considerar halagüeña, una actitud que representaba algo
en lo que confiar, algo infantil, reverencial; algo que una anciana podría aceptar por
parte de un joven sin merma de su dignidad, y ay de la muchacha -¡al cielo rogaba que
no fuera ninguna de sus hijas!- que, en lo más íntimo de su ser, no supiera apreciar esto
en su verdadero valor, en todo lo que implicaba.
Se volvió con severidad hacia Nancy. No los había perseguido, dijo, lo habían
invitado.
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Tenía que haber alguna forma de escaparse de todo esto. Tendría que haber algo más
sencillo, algo menos laborioso; suspiró. Cuando se miraba en el espejo, y se veía el pelo
gris, las mejillas hundidas, los cincuenta años, pensaba en que quizá podía haber hecho
las cosas mejor: su marido, el dinero, los libros de él. Pero, por su parte, ni por un
segundo se arrepentía de las decisiones que había tomado, tampoco eludía las
dificultades, ni se demoraba en el cumplimiento de su deber. El aspecto que tenía era
formidable; y sólo en la intimidad de su conciencia, levantando la mirada de los platos,
después de que ella hubiera hablado con tanta seriedad acerca de Charles Tansley, se
atrevían sus hijas -Prue, Nancy, Rose- a entretenerse con ideas heréticas, de las que eran
responsables exclusivas, acerca de una vida enteramente diferente de la de ella; quizá en
París; una vida más animada; no ocupándose siempre del hombre que fuera; porque en
todas sus mentes habían brotado dudas inexpresadas acerca de la deferencia, la
caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio de la India, las sortijas y los encajes;
aunque para todas ellas había en todo esto algún componente fundamental de la belleza,
algo que despertaba la admiración por la virilidad en sus corazones infantiles, y que,
sentadas a la mesa bajo la mirada de su madre, les hacía honrar aquella extraña severi-
dad, aquella cortesía tan perfecta (como la de una reina que alzara del barro el sucio pie
de un pobre para lavarlo), cuando las amonestaba con tanto rigor por lo del desdichado
ateo que los había perseguido -hablando con propiedad, a quien habían invitado- hasta
la isla de Skye.
-Mañana no se podrá desembarcar donde el Faro -dijo Charles Tansley, dando
palmadas, parado ante la ventana, junto a Mr. Ramsay. Vaya si había hablado más de la
cuenta. Habría deseado que ambos los hubieran dejado en paz, a ella y a James, y que
hubieran seguido hablando de sus cosas. Se le quedó mirando. Según los niños era un
espécimen poco afortunado, un escaparate de irregularidades; no sabía jugar al críquet,
era gruñón, arrastraba los pies. Un animal insolente, había dicho Ándrew. Sabían muy
bien qué era lo que de verdad le gustaba: pasear eternamente, de acá para allá, de allá
para acá, con Mr. Ramsay, y hablar de quién había ganado esto, y quién había ganado
aquello; quién era un talento «de primera» para la composición poética en latín; quién
era «brillante, pero, en el fondo, superficial»; quién era, sin ninguna duda, el «individuo
con más talento de Balliol»; quién había sepultado su genio, por poco tiempo, en Bristol
o Bedford, pero de quien no se iba a dejar de hablar en cuanto vieran la luz sus
Prolegoma dedicados a alguna rama de las ciencias matemáticas o la filosofía, y de los
que Mr. Tansley tenía ya las galeradas de las primeras páginas, por si Mr. Ramsay
quería leerlas. De cosas como éstas es de lo que hablaban.
A veces ni ella podía contener la risa. Algo había dicho ella acerca de «unas olas
como montañas». Sí, estaba algo borrascoso, había respondido Charles Tansley.
-¡No se ha calado hasta los huesos? -había dicho ella.
-Algo húmedo, no calado -había respondido Mr. Tansley, pellizcando la manga,
tocando los calcetines.
Pero no era eso lo que les preocupaba, decían los niños. No era la cara, ni los
modales. Era él, eran sus opiniones. Cuando hablaban de algo interesante, gente,
música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía una buena tarde, y que
querían salir a sentarse afuera, lo que les molestaba de Charles Tansley es que no se
sentía satisfecho si no daba un rodeo para que fuera lo que fuera lo reflejara a él, y les
hiciera sentirse conscientes de su superioridad, hasta conseguir irritarlos con su agria
forma de exterminar tanto las flaquezas como la grandeza de la humanidad. Si iba a una
exposición de pintura, lo primero que hacía era preguntar por la opinión que les merecía
su corbata. Bien sabe Dios, decía Rose, que no era precisamente una corbata que
pudiera gustar a cualquiera.
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Desaparecían de la mesa tan sigilosamente como ciervos, en cuanto terminaban
de comer; los ocho hijos e hijas de Mr. y Mrs. Ramsay se dirigían a sus dormitorios, sus
fortalezas en una casa en la que no había ninguna otra intimidad para hablar de nada o
de todo: de la corbata de Tansley, de la aprobación de la Ley de Reforma', de las aves
marinas y de las mariposas, de la gente; allí caía el sol sobre las habitaciones de los
áticos, separadas por una delgada pared que permitía oír las pisadas con toda claridad, y
permitía oír también los sollozos de la muchacha suiza cuyo padre agonizaba de cáncer
en un valle de los Grisones; caía el sol e iluminaba los palos de críquet, los pantalones
de franela, los sombreros de paja, los tinteros, los frascos de pintura, los escarabajos, los
cráneos de pajarillos; y extraía el sol de las largas tiras de algas adornadas como con
puntillas, pegadas a las paredes, cierto olor a sal y algas, que también se hallaba en las
toallas, ásperas de la arena de la playa.
Porfías, divisiones, diferencias de opiniones, prejuicios arraigados en lo más
íntimo de cado uno; qué pena que se manifestaran tan pronto, se lamentaba Mrs.
Ramsay. ¡Sus hijos!, eran tan críticos. Decían tantas tonterías. Salió del comedor,
llevaba a James de la mano, porque no quería ir con los demás. Eso de inventarse
diferencias, le parecía una tontería muy, muy grande; ya era bastante diferente la gente
sin necesidad de hacer más grandes las diferencias de lo que eran. Las diferencias de
verdad, pensaba, junto a la ventana del salón, ya son pero que muy profundas,
demasiado. En aquel momento pensaba en las diferencias entre ricos y pobres,
superiores e inferiores; los de alta cuna recibían de ella, medio a contrapelo, su respeto,
porque también corría por sus venas sangre de aquella noble, aunque algo legendaria,
casa italiana, cuyas hijas, repartidas por los salones ingleses a lo largo del siglo XIX,
habían ceceado con tanto encanto, y se habían divertido tan alocadamente; y todo su
ingenio, aspecto y temperamento procedían de ellas, y no de las indolentes inglesas, ni
de las frías escocesas; pero el otro problema lo rumiaba con más detenimiento: ricos y
pobres; lo que veía con sus propios ojos, todas las semanas, a diario, aquí o en Londres,
cuando visitaba a esa viuda, o iba en persona a ver a aquella esposa luchadora, con la
cesta bajo el brazo, con el cuaderno y ese lapicero con el que anotaba en columnas
cuidadosamente trazadas los ingresos y los gastos, el empleo y el paro, con la esperanza
de dejar de ser una ciudadana particular cuya caridad fuese un ejercicio sentimental para
justificarse ante sí misma, o fuese un remedio que curase su curiosidad, y se convirtiese
en aquello que su mente nada adiestrada más admiraba: en una investigadora, en alguien
que se ocupara de resolver en serio los problemas sociales.
Problemas irresolubles, se le antojaban, allí, en pie, mientras llevaba a James de
la mano. La había seguido hasta el salón, el joven ese del que se reían; estaba junto a la
mesa, enredando con algo, torpe, se sentía extraño; sabía todo eso sin necesidad de
mirar. Se habían ido todos -los niños, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus
Carmichael, Mr. Ramsay-, se habían ido todos. De forma que se volvió con un suspiro,
y dijo: «No se aburrirá si le pido que me acompañe, ¿verdad, Mr. Tansley?»
Tenía que hacer un recado en el pueblo; tenía que escribir una o dos cartas,
tardaría unos diez minutos; tenía que ponerse el sombrero. Diez minutos más tarde, con
la cesta y el sombrero, ahí estaba de nuevo, daba la impresión de estar preparada,
preparada para una excursión, que, no obstante, debía aplazar un momento, al pasar por
el campo de tenis, para preguntar a Mr. Carmichael, que tomaba el sol con los ojos
entomados, amarillos ojos de gato, que al igual que los de los gatos parecían reflejar el
movimiento de las ramas o el paso de las nubes, pero no mostraban señal alguna de
ninguna clase de pensamiento o de emoción, ni si quería algo.
Porque se trataba de una expedición de las de verdad, dijo ella, riéndose. Iban al
pueblo. «¿Sellos, papel de cartas, tabaco?», dijo, detenida junto a él. Pero no, no
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